La tendencia a determinar la forma del milagro…

En muchas ocasiones nos sentimos impulsados a pedir ayuda cuando la situación ya se «fue de nuestras manos», que es lo mismo que sentir que está más allá de las alternativas y de las fuerzas con las que creo contar. Desde la perspectiva limitada con la que me veo, y con la que juzgo las situaciones, no cabe duda que al cabo de un tiempo, casi en cualquier situación arribo al mismo lugar. Pues la ilusión de control es «bella y satisfactoria» al principio, pero sobre el final, se muestra toda la obscuridad y miedo que encubría, pero que no podía resolver. Este es el momento en que se recurre a Dios.

Existe una gran tendencia a centrarnos en la forma, y por ende, medir, diferenciar, juzgar y establecer parámetros de lo que «debería ser», según una serie de ideas arbitrarias de lo que está bien y de lo que está mal. Es decir, con nuestros juicios de valor, pretendemos que la «realidad» se ajuste a nuestras creencias. La insatisfacción está asegurada, pues hemos hecho la «realidad» a nuestra medida. Dicho de una manera llana, jugamos a ser dios, pero no sobrepasamos la tendencia típica de un ego, pues Dios no mide porque no necesita controlar. 

Sin embargo, como hemos mencionado anteriormente, llega el momento en que Dios tiene que entrar en escena, pues se ha llegado a un punto crítico de pérdida de control. Aún en este momento, debemos mantener el alerta a querer seguir controlando, pues la tendencia a medir y controlar se expresa aquí, en función de si se cumple o no lo que se ha solicitado en oración. Es decir, en muchas ocasiones, en base a lo que creemos que nos aportaría felicidad o seguridad, se realiza una petición a Dios, y si tal petición se cumple «milagro», si no se cumple, no hay «milagro». Evidentemente no hemos abandonado la perspectiva errónea, pues no solamente se le indica a Dios que es lo que tiene que suceder (en vez de preguntar por su Guía), sino que también, si no sucede lo que hemos juzgado «correcto o bueno», es que no hemos recibido respuesta.

¿Cuál es la medida del milagro? Lo primero que debemos aceptar es que nada que provenga de Dios tiene medida, por ende, no hay medida para el milagro. No se pueden evaluar, o jerarquizar. Cualquier medición será errada, pues sería un juicio sobre aquello que intenta despejar a la mente de juicios. Por ello son «expresiones máximas» (Principios de los milagros en Un Curso de Milagros).

Los resultados son el foco del ego, la verdadera curación reside en el cambio de mentalidad, en el cual, la mente deja de perseguir cosas y verse aprisionada por innumerables variables. Es conducida a un estado interno de paz, el cual está más allá de las condiciones, pero no excluido de ellas. Es decir, no es un estado de ausencia, es un estado de paz activo (presencia), que permite a la mente tomar las decisiones correctas para el despliegue de la solución (luz) requerida (y no fantaseada) en cualquier caso. Esto no depende de artilugios o grandes saberes, depende de la disponibilidad y la buena voluntad a aceptar Su Guía y estar a Su Disposición y no al revés.

¿De qué servirían los bienes materiales y las virtudes si se vive atemorizado, aprisionado y en conflicto? Las peticiones que se apegan a la forma, desvían a la mente de la aceptación de la verdadera transformación: el deshacimiento del miedo, la culpa y el conflicto. No es que lo que pidamos en la forma no tendrá respuesta, pues Su Amor Infinito dará siempre todo lo que sea necesario para nuestra felicidad. Lo que queremos aquí es liberar a la mente de la atadura y el apego a la forma de la felicidad o curación. Y ello se aprende con más facilidad si solicitamos guía para ver y entender, en vez de decidir por nuestra cuenta cual es «la solución».

«Padre, hoy vengo a Ti en busca de la paz que sólo Tú puedes dar. Vengo en silencio. Y en la quietud de mi corazón – en lo más recóndito de mi mente -, espero y estoy a la escucha de Tu Voz, Padre mío, háblame hoy. Vengo a oír Tu Voz en silencio, con certeza y con amor, seguro de que oirás mi llamada y de que me responderás.»

Un Curso de Milagros, Lección 221
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